(ES) – Lali Ayguadé. Kokoro

… los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos”

Gabriel García Marquez

Identidad viene de ídem. La radical dualidad de su raíz llena el concepto identidad de posibilidades poéticas, al referir a la par a lo que nos hace únicos y a lo que nos hace idénticos a los demás. Somos uno y somos, a la vez, lo que somos en relación a otros, a grupos con los que compartimos códigos, lenguajes, rituales, costumbres, privilegios.

En Kokoro, un grupo de cuatro seres se relaciona a través del movimiento. El movimiento de cada uno es único y proviene de un lugar concreto. Su encontrarse genera momentos armónicos, disarmónicos, divertidos y oprimentes. Haciendo suya la hipótesis que han planteado otros coreógrafos como Sidi Larbi Cherkaoui – la superación de fronteras mediante el arte, mostrar que puede haber sorpasso de la diferencia a través del contacto entre formas, técnicas y tradiciones de origen diverso – Ayguadé también ha remarcado la diferencia entre los intérpretes como uno de los puntos de partida del espectáculo. Espacios de presentación de la individualidad de los miembros del grupo se combinan así con la exploración de las posibilidades de su encuentro, encomendándose unos a otros (y contagiándose unos de otros) en un entorno esencialmente dramático, convencional: vestuario de calle, ahora un sofá, ahora un banco de iglesia. No está de más mencionar el acierto de escoger un elemento propio de un templo religioso, uno de los espacios donde desde antaño se ha forjado la noción de identidad de grupo, como uno de los referentes escenográficos de la pieza. Kokoro, alma en japonés, es un espectáculo compuesto por almas insatisfechas en busca de comunión.

La búsqueda del amor, su coherencia, su ausencia … La capacidad o incapacidad de amar. ¿Qué pasa cuando te encuentras en un estado de desorientación e incomprensión de una realidad que no sabes explicarte? Dónde está la perfección? (…) ¿Por qué no nos podemos morir sin ser importantes? Es imprescindible encontrar un significado a la vida?

Las preguntas de Ayguadé, en el corazón de Kokoro, resuenan con fuerza en el problema original que plantea el concepto de identidad. Pero resulta que aparte de dual, identidad también es un concepto dúctil: Lo que me identifica hoy no necesariamente me identificará mañana. El sentido de la identidad, la definición de quiénes somos, se convierte así en una búsqueda sin fin, móvil sin fin. Un estado de pregunta permanente y en eterna evolución con el agravante que, de ser dúctil, en nuestro tiempo la identidad ha pasado a ser líquida. Acuñada con acierto y fama por el sociólogo Zigmund Bauman, esta ‘liquidez’ refiere al contínuo volcar de nuestras ansias de redefinición en una sociedad/comedero que nunca se llega a llenar del todo. Cubiertas las necesidades, ocupan su lugar los deseos y con ellos la insatisfacción de tener siempre de nuevos. Propagados y envidiados en un entorno virtual – gran paradigma del contenido efímero de la vida – una fotografía sólo ocupa el lugar de la siguiente. ¿Quiénes somos, en este entorno? Una huella peregrina dibujada en una duna del desierto. Poco más.

La paradoja: la misma sociedad, esa que se expresa y se expande a través de espacios tant aparentemente fluídos como la red, donde todo cabe, nos impone precisamente un cierre de filas estricto tras lo que somos o lo que queremos aparentar ser para poder sobrevivir en la amalgama. Si queremos que nuestra huella deje marca, nos vemos interpelados a ser específicos y únicos; a expresarnos cada vez con menos caracteres y a ser SMART al escoger las etiquetas que nos definen (Specific, Measurable, Achievable, Realistic, Time-bound). Hasta la nàusea a la caza de anclas en una montaña de arena que se escurre y se nos traga, inexorable. Porque ahí está otra pinza de la angustia identitaria: querer ser a la vez UNO y, todavía y siempre, quizá, mañana, alguna otra cosa. Algo MÁS. Estamos siempre por hacer.

No hay forma artística más adecuada que la danza para sacar posibilidades expresivas de esta paradoja. Siempre huyendo de sí, siempre contándose entre el eco de lo ya hecho y la expectativa de lo que vendrá, se anticipa y se pierde a sí misma constantemente – igual que nuestra identidad. Ahí está Kokoro: el arte más líquido intentando reflejar la intranquilidad del alma en un mundo que no para quieto. De nuevo: ¿Es imprescindible encontrarle sentido a la vida? La imposibilidad de dar un sentido único a cualquiera de sus gestos le permite a la danza, al menos, plantear la pregunta.

Tomo prestada de Hannah Arendt una cita de Sócrates, que decía que para poder pensar debes ser amigo de ti mismo. Sólo entonces podrás llevar a cabo realmente la acción de pensar, con beneficio propio y para quien te rodea. El tic-tac, el latido, el tener el foco permanentemente puesto en los deseos volátiles de nuestra mente adolescente nos aleja de este espacio de reflexión serena. Enemigos de nuestro yo presente y siempre pendientes de nuestros yo’s posibles, es inevitable preguntarnos si no nos hemos pasado de parada, tan pendientes que estábamos del paisaje. Pero: ¿Como parar, si eso implica conformarse?

Las almas de Kokoro se debaten entre estas preguntas, aspirando quizás a una experiencia momentánea e imposible de las cosas como deberían ser. De un momento compartido de sentido, de descanso, de amor sin juicio por la existencia. ¿Y las respuestas? Bueno… seguimos bailando. En palabras de Ayguadé: Todo se mueve y sigue. Caminamos sin dirección pero seguimos avanzando. Es nuestro destino. Nuestra razón de ser. Nuestra identidad.

Artículo publicado en el Blog del Mercat de les Flors el 13 de enero de 2016